miércoles, 22 de enero de 2025

Zuhaitz-artzaina

 Después de dos días desde que había dejado las cimas más altas, se encontraba ya en los fértiles valles abiertos, húmedos y llenos de árboles. Allí arriba nadie lo hubiera dicho, pero ahora estaba un poco harto del calor del sol, y se metió en la sombra del bosque. No tenía nada en contra de los caminos abiertos. Esos largos espacios vaciados hechos a medida de quien vive apartando a los demás de manera permanente. Éste no era muy transitado y, de hecho, no había visto todavía a nadie desde que hacía un cuarto de luna había aprovechado su paso por la pequeña ciudad atrás, al lado opuesto de la cordillera, para visitar a un amigo. Allí, entre la música y el vocerío, había compartido unas jarras de vino, el suficiente para romper la coraza de normalidad con que nos vestimos para los encuentros casuales y poco íntimos. No hacía tanto que él mismo había aprendido a dibujar su propia tristeza, pero aún se le hacía muy raro enseñar el dibujo. Así que había estado escuchando casi todo el rato, más que otra cosa. Como siempre.

Éste recuerdo reciente y otros pensamientos le iban acompañando mientras iba dejando atrás un árbol tras otro según avanzaba hasta que, se dio cuenta de que ocurría pero no de qué le había hecho percatarse de ello, advirtió que no estaba prestando atención a lo que le rodeaba. Echó una ojeada rápida y sin ningún esfuerzo, como quien lee y comprende símbolos simples y comunes de un vistazo fugaz, vio que el estado de ese bosque no era el que esperaba encontrar. Era un talento innato suyo entender que las cosas no estaban funcionando como debían. Tenía la capacidad de darse cuenta, como quien conoce algo profundamente y lo interioriza, de que había detalles que fallaban. Él mismo era consciente de poseer ese talento porque, con una mirada observadora a las personas con las que se relacionaba, le había bastado para comprender que, muy en general, los demás no lo tenían. Desde niño, una y otra vez, veía a su alrededor lo mismo: Lo que a él le salía fácil, sin costarle trabajo, normalmente los demás sólo lo conseguían a base de esfuerzo, y sólo si se ponían a ello. Si no, ni eso.

Comprendió, pues, en la forma de las ramas, en la disposición de cada árbol, en el crecimiento de la hiedra, el liquen, el musgo, los hongos de las cortezas, en la homogeneidad de edades en las especies más longevas, donde la longevidad tampoco se alcanzaba, que ese bosque no era el bosque maduro que conoció la última vez que había pasado por allí, hacia tantos y tantos años.

Entonces los humanos no habían expandido tanto por el continente sus artes de labranza y domesticación de la naturaleza. Como longevo elfo de la noche, había conocido esos bosques cuando los imperios troll elevaban no muy lejos de allí sus enormes templos. Sin embargo, lo que vio algo más adelante, nada tenía que ver con los Amani: Casi completamente cubierta de hiedra, aún se mantenía en pie la estructura de una chimenea de piedra, que había pertenecido a una cabaña cuyas paredes ya habían desaparecido hasta sólo levantar un par de pies del suelo, y que contenían a unos desafiantes aliso y sauce, sus actuales habitantes, viviendo perfectamente felices sin techo alguno.

Un suspiro acompañado de un parpadeo largo, que duró algo más de un latido. Otra vez la futilidad, la inutilidad. Las cosas mal hechas. Tan evidente. Alguien había ido allí a trabajar esa tierra, había para ello inducido profundos y duraderos cambios en el entorno, para finalmente abandonar la tarea, dejando las cicatrices de su incapacidad. Otra vez. El esfuerzo inútil. Pero no inocuo.

A estas alturas cada vez le importaba menos si quien llevase el destino de los elfos de la noche sobre sus hombros fuese Tyrande o su antecesor, Fandral. Por mucho que para él la sacerdotisa lunar fuera mucho más accesible que el archidruida, y se diese por sentado que el cambio era innegablemente positivo, se sentía lejos de esas nuevas mecánicas del poder modernas y complejas. Era perfectamente consciente de lo difícil que debía ser para cualquiera de ellos llevar adelante a su pueblo, y la cooperación con las demás facciones de la Alianza, tan necesaria... Adoptar las maneras de humanos y enanos, los tiempos lo requerían, por supuesto...

Claro, siempre en nombre de la Utilidad; cómo no...

Pero a él no le interesaba eso. Por mucho que sus innatos talentos le habían facilitado su labor de mantener relaciones comerciales, a las que se dedicaba. Necesarias, claro. Alguien tenía que hacerlas, si a eso íbamos. Y hacerlas bien, pues en su eficacia iba el bienestar de tanto elfos de la noche como del resto de facciones. No se hacían solas, tampoco, a ver.

 A pesar de todo y sin remedio, en cualquier caso, a él le aburrían soberanamente. No le decían nada. Le dejaban frío.

Comprendía, porque comprender era su talento, pero no comulgaba. Él pensaba que hacía muchísimo tiempo que ese trabajo tedioso y mecánico, que era la organización de los pormenores del comercio, las transacciones de oro, los pagos, la organización de las vidas en pos de la eficacia, debería estar haciéndolo máquinas con mente de calculadora, de esas que los ingenieros gnomos tenían por todos lados pululando por sus túneles revestidos de metal remachado. Pensaba que era un desperdicio, para una entidad viva capaz de apoyar la mano en la corteza de una vieja haya y sonreír internamente, el hecho de estar dedicando tiempo a preocuparse por cuántas carretas de grano y estaño era posible llevarse desde Páramos de Poniente al puerto de Ventormenta, y a qué ventajoso precio. Veía a gente estudiando apasionadamente para eso, disfrutando de los tejemanejes de las imposiciones de egos, las ganancia sobre el vecino y la importancia que parecía otorgarse a sí misma esa misma gente por el hecho de hacerlo, y le causaba una profunda pesadumbre. También porque se veía obligado a jugar a ese feo juego y no veía modo de plantarse, tal era la necesidad que a aquél le ataba.

Los elfos de la noche, no pocas veces, tenían tendencia a la melancolía. Los que habían vivido tantos años, generalmente más. Él había sido en su día, en otra edad, un estudioso de las claves de la vida en los bosques. Antes de que la necesidad le llevara a dedicar su tiempo y esfuerzo a las nuevas labores administrativas. Pero su amor por los árboles y la ocupación por la salud de éstos, individualmente o colectivamente como bosque, siempre había sido parte de él, de su verdadera identidad, y continuaba dedicándole la vida en la medida en que la obligación le dejaba. Por eso, aunque quisiera evitarlo, no podía parar de ver lo mal que se hacían las cosas, una y otra y otra vez. En todos lados. En ese mundo de gente que se afanaba en tareas tan insulsas sin siquiera tener la capacidad de al menos tratar de hacerlas lo mejor posible, él volvió a ver el omnipresente síntoma del defecto. La propia frustración al sentirse incapaz de hacérselo comprender a los demás, señalárselo. Ahí mismo, tan evidente. De hacérselo ver. Y se sintió cansado, cansado de vivir.