Hoy
me he dado una vuelta por la vía verde del Bidasoa hasta Endarlaza.
Me he parado allí un momento a ver el caudal antes de Endara y otros
de sus pequeños afluentes y he recordado unas cuantas cosas que me
unen desde hace tantos años al río.
Ahí,
en la presa que ya no existe, he estado mirando un cormorán y me he
acordado de que fue la primera ave acuática que se acercó con
timidez en los inviernos de finales de los 80 después de los
desmadres de contaminación que habían desterrado a buena parte de
la vida fluvial. Ahí, en esa antigua presa, me enamoré del
piragüismo hace casi 30 años, viendo el descenso con mi hermana
mayor y su entonces novio y actual marido. Un poco más abajo de esa misma presa, antes del
puente, cogimos una vez sauce rojo para estaquillar. Eso fue al filo de fin de siglo XX.
Bajando
hasta la corriente de la pared, me he acordado de la vez que Iri y yo
volcamos la C2 y sentimos la extraña acción del agua cuando
quisimos nadar instintivamente hacia arriba y se nos echaba encima la corriente
hundiéndonos. También, la vez que paramos a inspeccionar la corriente de la
rama antes de bajarla y desde la orilla vimos cómo Jorge se comía
de lleno una piedra enorme que estaba en el medio porque él no bajó
a explorar con nosotros, que tuvimos la oportunidad de echar una piedra a ver a
qué sonaba ese bulto en el agua y oír el inconfundible sonido de
piedra contra piedra. Con qué cara nos miró en el momento de comérsela.
La
zona del bidegorri de ribera por Zaisa II, donde a Josu se le fue la mano sembrando flores
silvestres y brotaron un montón concentradas y le llamamos "el
jardín de Josu". O esa zona un poco más abajo de San Miguel
donde empezamos en invierno y nuestros ojos ya entrenados conocían
todas las especies leñosas aun sin hojas menos una, que en primavera
resultó ser un tilo joven. Ahí, en pleno febrero, mientras
quitábamos una rama grande muerta, a Josu le venció la palanca y le
metió en el río con el agua bien fresquita, y yo me reí hasta
literalmente perder la fuerza de mantenerme en pie. En cuanto él se
fue de allí pitando a ver si podía secarse, en ese día gris y
frío, un febrero de 1999, en aquel momento, con la espalda apoyada
en un buen aliso para no caerme
de la risa, miré al cielo entre las ramas del bosque de ribera y me
sentí inmensamente feliz. Satisfecho y orgulloso de lo que estaba
haciendo, contento de estar ente amigos y naturaleza silvestre. Ese
día, ese momento, me sentí un hijo de la Tierra. Sentí que ese era
mi río y ese mi mundo. Un "mi" prestado, para mientras
viva, como lo es de todos los que vivimos. Estaría bien que más a
menudo recordáramos quiénes fuimos.
El mar de nubes serpentea por el valle del Bidasoa |
No hay comentarios:
Publicar un comentario