viernes, 20 de octubre de 2017

Bidasoa


Hoy me he dado una vuelta por la vía verde del Bidasoa hasta Endarlaza. Me he parado allí un momento a ver el caudal antes de Endara y otros de sus pequeños afluentes y he recordado unas cuantas cosas que me unen desde hace tantos años al río.
    Ahí, en la presa que ya no existe, he estado mirando un cormorán y me he acordado de que fue la primera ave acuática que se acercó con timidez en los inviernos de finales de los 80 después de los desmadres de contaminación que habían desterrado a buena parte de la vida fluvial. Ahí, en esa antigua presa, me enamoré del piragüismo hace casi 30 años, viendo el descenso con mi hermana mayor y su entonces novio y actual marido. Un poco más abajo de esa misma presa, antes del puente, cogimos una vez sauce rojo para estaquillar. Eso fue al filo de fin de siglo XX.
    Bajando hasta la corriente de la pared, me he acordado de la vez que Iri y yo volcamos la C2 y sentimos la extraña acción del agua cuando quisimos nadar instintivamente hacia arriba y se nos echaba encima la corriente hundiéndonos. También, la vez que paramos a inspeccionar la corriente de la rama antes de bajarla y desde la orilla vimos cómo Jorge se comía de lleno una piedra enorme que estaba en el medio porque él no bajó a explorar con nosotros, que tuvimos la oportunidad de echar una piedra a ver a qué sonaba ese bulto en el agua y oír el inconfundible sonido de piedra contra piedra. Con qué cara nos miró en el momento de comérsela.
    La zona del bidegorri de ribera por Zaisa II, donde a Josu se le fue la mano sembrando flores silvestres y brotaron un montón concentradas y le llamamos "el jardín de Josu". O esa zona un poco más abajo de San Miguel donde empezamos en invierno y nuestros ojos ya entrenados conocían todas las especies leñosas aun sin hojas menos una, que en primavera resultó ser un tilo joven. Ahí, en pleno febrero, mientras quitábamos una rama grande muerta, a Josu le venció la palanca y le metió en el río con el agua bien fresquita, y yo me reí hasta literalmente perder la fuerza de mantenerme en pie. En cuanto él se fue de allí pitando a ver si podía secarse, en ese día gris y frío, un febrero de 1999, en aquel momento, con la espalda apoyada en un buen aliso para no caerme de la risa, miré al cielo entre las ramas del bosque de ribera y me sentí inmensamente feliz. Satisfecho y orgulloso de lo que estaba haciendo, contento de estar ente amigos y naturaleza silvestre. Ese día, ese momento, me sentí un hijo de la Tierra. Sentí que ese era mi río y ese mi mundo. Un "mi" prestado, para mientras viva, como lo es de todos los que vivimos. Estaría bien que más a menudo recordáramos quiénes fuimos.
El mar de nubes serpentea por el valle del Bidasoa

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