viernes, 2 de diciembre de 2022

En mi casa

    Cuando era niño tuve una casa. Quería volver a ella después del cole, a comer o a la tarde a dejar la cartera al acabar mis obligaciones. Quería ir a cenar a mi casa después de hacer mis cosas por las tardes. No quería ir a ella cuando me lo estaba pasando bien en la calle jugando con mis amigos, pero eso entraba y entra dentro de lo felizmente normal.

   Mis padres no se drogaban hasta perder el control. No pagaban conmigo sus frustraciones, ni me culpaban de sus fracasos. No les tenía miedo. No tenía que adivinar de qué humor estaban para saber si el día iba a ser pasable o un infierno. Jamás anteponían sus intereses a los míos. No eran quejicas que tacañearan en su esfuerzo hacia mí.

   Estaban ahí y hacían de mi casa un sitio en paz y estable. Puede parecer poco, pero para nada: es completamente suficiente y todo lo necesario. Ese clima estable que crearon para mí. Podía estar allí viendo la tele, armando algún juguete, haciendo mis deberes, comiendo mi bocadillo. Sin temor a que de repente el ambiente se volviera hostil. Sin temor a ser agredido, herido en mi integridad personal, física, moral.

   En esa historia que nos contamos que es nuestra vida, en la que somos los protas exclusivos, solemos decir que estudiamos hasta la FP y acabamos con un buen trabajo en una fábrica. Pero casi siempre nos olvidamos de las mañanas que desayunamos leche con galletas, lo que nos permitió ir bien alimentados al cole y aprobar soci o natu aquellos lejanos y totalmente olvidados días.

   Esta vez no me centraré en quienes criaron las vacas y cosecharon el trigo y lo metieron en una caja una vez hecho galleta, o quien lo trajo en camioneta hasta el economato de la Renfe. Colaboradores necesarios todos y cada uno de ellas y ellos en que hoy yo sea capaz de calcular la tangente de un ángulo y pueda alinear una pieza en la fresadora para ganarme la vida. No, hoy me centraré en quien iba de noche al trabajo mientras yo dormía para poder ir espabilado al cole a estudiar y en quien se levantaba antes que yo para vestirme con infinita paciencia diestra ante mi infinita pereza somnolienta, y para calentar esa leche en el cazo y prepararme el Cola-Cao.

La brigada anticursi me va a regañar por poner este vídeo moñas con una traducción regulera en los subtítulos. Pero sirve bien aquí.

 

   Es cierto, mi casa no era perfecta, y mis padres tampoco. Da igual que no fueran infalibles, porque lo compensaron íntegramente siendo impecables. Y me proporcionaron la oportunidad de adquirir las capacidades para tener éxito en la vida. El verdadero éxito, el que importa. El que da igual la condición, el lugar y la época, el que solo solo tiene como requisito ser humano para disfrutarlo. Ya se sea un cazador de mamuts en la tundra centro-europea de hace 35000 años o una niña guatemalteca que anoche soñó que sería doctora en astrofísica. El verdadero éxito. El que trata de tener muchos más amigos que enemigos.

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